El Conocimiento Metafísico

La filosofía, la ciencia y hasta la religión modernas parecen haber perdido la esperanza y muy a menudo el interés mismo en la posibilidad del conocimiento metafísico. Este no es la creencia religiosa, ni la especulación filosófica, ni la teoría científica. Es la experiencia real o el reconocimiento inmediato de esa Realidad última que es fundamento y causa del universo y, por ello, principio y sentido de la vida humana.
Muchos piensan que conviene a la humildad del hombre renunciar a la posibilidad de este conocimiento. Sin embargo, trataremos de mostrar no sólo que tal conocimiento ha existido en la humanidad sino también que la pérdida del contacto del hombre moderno con sus fuentes es la principal razón de la desintegración tan peculiar y peligrosa de nuestra cultura, Más importante aún, trataremos de describir la naturaleza de este conocimiento en la medida en que el lenguaje lo permita. Por absurdo que suene a los oídos modernos, debemos recordar que para otras culturas y épocas superiores a la nuestra una incursión en este ámbito podría parecer tan normal como necesaria.
Por consiguiente, advertimos que es más fácil entender mal este tema que cualquier otro, no debido a complejidades técnicas, sino a la falta de familiaridad. Pues este tipo de conocimiento y sus correspondientes modos de vida y pensamiento son tan extraños a la actual civilización occidental que han desaparecido de las normas comunes de nuestro pensamiento y de los supuestos en que estas se basan. Muchos términos que pueden resultarnos bastante familiares, con el correr del tiempo, han cambiado y confundido su significado. Si no son definidos cuidadosamente, inducirán a error.
Existe un consenso sobre el hecho que nuestra civilización actual carece evidentemente de todo principio unificador. El grado de unidad que el término vago de civilización moderna implica, es en muchos sentidos una unidad de desunión. Los hombres muestran una coherencia superficial gracias a la extensión de la tecnología y a la aceptación común de ciertos modos de pensamiento cuya naturaleza misma consiste en producir mayor desintegración. Por mucho que se trate de prevenir esta peligrosa confusión del mundo por medio de algún sistema político o económico unificado, lo cierto es que la unidad cultural y la unidad social son expresiones de lo que por el momento podemos llamar unidad espiritual, y no pueden existir independientemente de ella. No puede haber orden ni acuerdo en las esferas particulares de la vida humana a menos que no haya común acuerdo con respecto a la naturaleza y sentido de la vida misma.
Es evidente que los diferentes sistemas políticos tienen su origen en distintas filosofías de la vida, con sus diversas ideas con respecto a la naturaleza y el destino del hombre. El relativismo y el individualismo dogmáticos de la filosofía moderna impiden cualquier acuerdo sobre principios universales en relación a ello. Las actuales tendencias filosóficas y científicas prácticamente aceptan en forma unánime que el hombre no puede tener un conocimiento cierto de la realidad última, de la causa y sentido del universo, concluyendo en que – muy probablemente – es ociosa la búsqueda de este conocimiento. Por lo tanto, la unidad social debe buscarse sobre la base de la naturaleza física común del hombre. Todos deben comer, vestirse y entretenerse de manera inofensiva.
En la práctica, sin embargo, las necesidades físicas comunes no bastan como fundamento de la unidad. Si el hombre no fuera nada más que un ser físico – como una vaca o una oveja – estaría claramente justificado tratarlo como tal. El mayor bien para la raza o el rebaño sería la mayor felicidad biológica del mayor número. Considerado así, sólo un mero sentimentalismo impediría la eliminación higiénica de todas las minorías de inadaptados que perturban la sociedad y de todos aquellos que no concuerden con la concepción común – no menos arbitraria – del bien supremo para la mayoría. Ya que para el bien económico común hay mataderos de ganado animal admirablemente eficientes e higiénicos, nada impediría la construcción de otros aún más eficientes, desde el punto de vista de la técnica, para el ganado humano. En realidad, esta ya fue una práctica establecida en aquellos países donde el dogma oficial del Estado tenía un concepto estrictamente físico de la naturaleza del hombre.
Tal vez nuestras comunes necesidades biológicas nos unirían si fuéramos simplemente seres biológicos. Pero esa noción es ya una filosofía o, más exactamente, nada más que una de las tantas opiniones filosóficas inciertas que no convencen, y con respecto a las cuales los filósofos están de acuerdo en que no puede haber acuerdos. Para concebir que sus necesidades son meramente biológicas, el hombre tiene que filosofar. En el momento en que se propone una teoría de la vida humana hay fundamentos igualmente racionales para proponer otra. Al filosofar, nos preguntamos para qué existe el hombre y a cuáles fines sirve su existencia física.
Si decidimos que existe sólo para sí mismo, o para la gloria del Estado, del arte, o de Dios, transportamos todo el problema al ámbito de los fines. Por consiguiente, lo importante acerca de la vida humana, aquello que le servirá de base, es el fin por el cual el hombre come, bebe, se divierte y existe. Si no podemos ponernos de acuerdo en esto, no podemos unirnos socialmente. Las necesidades físicas comunes no proporcionan más base para la unidad que lo que la mera capacidad y deseo de caminar puedan determinar dónde se debe ir. Decir que no hay ningún lugar especial adonde dirigirse, o que existimos simplemente por existir en la forma más segura y cómoda posible, no es más que oponerse a los que – con buenas razones – puedan sostener otros puntos de vista. En tal caso, el que los unos y los otros necesiten comer no marcará una diferencia que ayude a decidir la finalidad de la vida.
La unidad biológica del hombre es simplemente una unidad instrumental. Todos poseemos los mismos instrumentos, pero la vida de cada uno consiste en lo que se haga con ellos. De este modo, para estar unidos en la acción debemos estar de acuerdo en los fines, es decir, debemos estar de acuerdo filosóficamente. El concordar en que haya disensión, el dejar que cada uno adopte concepciones independientes y hasta contradictorias del fin del hombre, es estar de acuerdo en no tener una unión social verdadera, y permitir que nuestra sociedad se desintegre espiritualmente, como está sucediendo. Convenir en que todos debemos comer, beber y vivir en paz, es no estar de acuerdo en los fines, es decir, en un principio de unidad significativo. Convenir en que no se debe filosofar en absoluto, lo que sería el único modo de lograr la unidad en el nivel puramente animal, es cosa imposible, puesto que tal decisión es ya la opinión filosófica del agnosticismo. El hombre es por naturaleza filósofo, y no puede ser de otra manera.
Así resulta obvia la gigantesca contradicción entre el deseo y la necesidad urgentes de unidad social y la desesperanza por conseguir el acuerdo filosófico, o la oposición a este. Trabajar por la paz y el orden en el nivel puramente político o económico puede ser eficaz en ciertos casos secundarios, pero trabajar exclusivamente – o aun primariamente – en este nivel es el procedimiento más alejado de la realidad que pueda imaginarse. Una sociedad que no está de acuerdo en para qué existe el hombre, que no puede ser unánime en una filosofía del verdadero destino del hombre, no puede ser una sociedad unida.
Para el liberalismo moderno, la idea de una sociedad espiritualmente unánime parece tan imposible como indeseable. Sugiere el totalitarismo eclesiástico de la Edad Media y la restricción de la libertad de pensamiento. Pero esta libertad no es un fin en sí misma, y si se la busca sólo por ella, se llega a la confusión total. El pensamiento es libre para descubrir la realidad, para investigar para qué existe el hombre. El liberalismo debe enfrentar el hecho simple de que si no lo sabemos no podernos educarlo ni buscar remedio a sus flaquezas. Si no se sabe para qué sirve un automóvil, es absurdo pensar que se pueda conducirlo o repararlo con inteligencia.
Educar al hombre sólo para que se gane la vida en armonía con los demás es simplemente darle la capacidad de vivir sin una meta, y hasta sin un principio de armonía. Es ponerlo a andar por el andar mismo, pidiéndole que ayude a los demás a andar también, sin entrometerse en su camino. Pero cuando nadie sabe adónde va – salvo a cierto lugar desde donde ha de continuar andando – el resultado es la confusión y la ineficacia que ningún liberalismo, por bien intencionado que sea, puede controlar. El hombre necesita una meta adonde dirigirse. Debemos preguntar, pues, si hay alguna esperanza de que la filosofía moderna, la ciencia y la religión proporcionen una respuesta.
Hasta aquí hemos usado la palabra filosofía en un sentido extraordinariamente amplio, que puede incluir la religión, el misticismo, el patriotismo o cualquier otro modo de expresar el sentido de la vida, tanto como la filosofía propiamente dicha. La filosofía académica moderna, la lógica, la epistemología, la ontología, etc., no proporcionan en absoluto ningún principio de unidad a la sociedad moderna. Por sinceros y brillantes que sean sus discípulos, sería difícil encontrar un grupo más indeciso y confundido en su mentalidad colectiva.
No es necesario decir que esta incertidumbre se refleja en espíritus sinceros y honestos que evitan las conclusiones apresuradas e influidas por los prejuicios. Pero veremos que al limitarse a la lógica y a los reinos de la estética y de la experiencia sensorial, la filosofía restringe su campo a una esfera totalmente contingente, que nunca puede darnos el principio universal requerido, que no es lo mismo que un principio meramente general. Sumida en las contingencias, la filosofía moderna muestra la falta de unidad de las meras contingencias. Lejos de buscar en ella un principio de unidad, la sociedad hace retroceder a la filosofía hacia los rincones oscuros de sus universidades, conservándola sólo como un pasatiempo académico. La filosofía moderna es un cuerpo de especulaciones ingeniosas pero que no llega a ninguna conclusión, inseguro de los verdaderos métodos de la lógica y del conocimiento que emplea. Sin embargo, veremos que, a pesar de su reclusión académica, ejerce una influencia en el mundo, bastante poderosa y perturbadora.
Aunque la frase verdad científica tiene en nuestra época casi la misma aureola de autoridad definitiva que tuvo la frase verdad católica en el pasado, el científico honesto y escrupuloso es la última persona que puede pretender para sí tal autoridad. Como ser humano, todo científico es filósofo; pero como científico no es filósofo. Como tal, reconoce claramente las limitaciones de la rama del conocimiento objeto de su investigación. Sabe que la ciencia es la medida, la descripción y la clasificación de los fenómenos naturales; es el estudio de cómo ocurren las cosas. No puede decir qué son las cosas ni por qué ocurren. Describe la vida en su funcionamiento, pero no se atreve a decir para qué es la vida. En cierto sentido, el científico tiene con el filósofo la misma relación que el gramático con el poeta. El gramático clasifica las diversas palabras de un poema, las identifica como sustantivos, verbos y adjetivos, y describe sus relaciones sintácticas. juzga si el poema se ajusta o no a la gramática, pero no se atreve a decir si es buena o mala poesía, sea con respecto a la belleza de las palabras empleadas, o con respecto al sentido que ellas implican. Por tanto, sería exagerado de nuestra parte si esperásemos que la ciencia produzca una filosofía de la vida. Ella no puede proporcionarla como – por otra parte – el estudio de la gramática no puede proporcionarnos sentidos para expresarlos en palabras.
Según Einstein: En nuestro esfuerzo por comprender la realidad nos parecemos a un hombre que trata de entender el mecanismo de un reloj cerrado. Ve la esfera y las manecillas que se mueven, oye también su tictac, pero no puede abrir la caja. Si es ingenioso, puede imaginarse un mecanismo que sería la causa de todo lo que observa, pero nunca podría estar completamente seguro de si su representación es la única que puede explicar sus observaciones. Nunca podrá comparar su representación con el mecanismo real y tampoco puede imaginar la posibilidad o el sentido de tal comparación.
0 bien, como confesión de las limitaciones de la ciencia, podemos citar el breve comentario de Sir Arthur Eddington sobre el misterio del electrón: Algo desconocido ocurre, no sabemos qué.
La autoridad casi religiosa que popularmente se atribuye a la ciencia ha de ser tan poco aceptada por los científicos mismos como las exageradas esperanzas de paz y orden sociales puestas en la psicología y en la tecnología como aplicaciones de la ciencia. El peligro real del progreso puramente técnico es tan claro en el ejemplo de la bomba atómica que es innecesario ponerlo de relieve. Y en la medida en que la psicología es fisiología del alma, nada más puede decirse sobre su destino que lo que puede decir un médico sobre la meta a la que se dirige un cuerpo que camina. Los psicólogos pueden curar las almas enfermas y los médicos los cuerpos enfermos, pero en cuanto son meramente científicos no tienen idea de para qué están destinadas las almas y los cuerpos sanos. La única función de la ciencia en relación con los fines es determinar, en la medida de lo posible, lo que daña al cuerpo y al alma; aunque aún aquí en ciertas ocasiones el fin puede bastar para justificar el daño, tal vez la muerte del cuerpo, por razones completamente ajenas a la esfera científica, como sucede en las guerras.
Mientras la filosofía académica no proporciona a la sociedad humana ningún principio de unidad, la ciencia ni siquiera tiene la intención ni está en condiciones de hacerlo. Su función es tan estrictamente instrumental como la naturaleza física del hombre. En lo que concierne a la ciencia, los mismos científicos se han pronunciado repetidas veces en los últimos tiempos sobre las limitaciones de su esfera de conocimiento, de modo que no es necesario insistir sobre este punto.
Para cumplir el propósito de este breve estudio sobre las posibles fuentes de un principio de unidad, falta considerar a la religión. Una religión con pretensiones de universalidad, como el cristianismo, considera que su función suprema es la unificación de la raza humana en su fin verdadero, Dios; y durante varios siglos la fe católica proporcionó realmente un principio de unidad a la sociedad occidental. La cristiandad fue en verdad una cultura filosóficamente unánime la que, a pesar de las rencillas de los príncipes, dio a Europa una coherencia tal que se mantiene aún en la desintegración contemporánea.
Con ciertas reservas importantes, pareciera ser verdad que de algún modo el catolicismo es el único portador adecuado de un principio unificador que permanece en el mundo occidental. Pues el protestantismo moderno se ha vuelto tan vago, incierto y confuso en materia de doctrina que su único vínculo, así como su única enseñanza, es la moralidad basada en la imitación externa de la conducta personal de Jesús. Debiera comprenderse que la moralidad común está lejos de ser un principio de unidad verdadero. De todos modos, es un vínculo en cierto modo más adecuado que la mera comunidad de medios e instrumentos antes que de fines.
Si la moralidad consiste en hacer bien al prójimo, es evidente que ella existe para el hombre más bien que el hombre para la moralidad, permaneciendo sin solución el problema de qué es el hombre mismo. Si yo vivo simplemente con el fin de servir a mi hermano, qué hará mi hermano con el servicio que yo le presto ? Servirme a mí en retribución ? Existe la especie simplemente para servirse a sí misma, y si es así, en qué se ha de servir ? Alimentos, vestidos, información, medicina, entretenimientos inofensivos ? La mera moralidad como principio unificador nos hace retroceder peligrosamente hasta muy cerca del ideal biológico del mayor bien para el mayor número. No ofrece en sí misma ninguna razón real de respeto a las minorías porque no se apoya en ninguna doctrina relacionada con la verdadera naturaleza de la persona humana. Sus motivos de buena voluntad recíproca son puramente sentimentales y no tienen un origen más profundo que la simpatía y la piedad por el lado positivo; por el negativo, está ese arraigado sentido de culpabilidad que a veces es llamado conciencia disidente o de la Nueva Inglaterra.
Por otra parte, el catolicismo y algunas formas de protestantismo más apegadas a la tradición – aunque con menos influencia – tienen una doctrina real del sentido de la vida humana: el fin verdadero del hombre es la unión con Dios en la contemplación de la Visión Beatífica. Apartándonos de todo cuestionamiento acerca de su verdad, esta es la única – entre todas las ideas sobre el destino último del hombre – que nos presenta un fin real. No se puede preguntar por un fin posterior a este, porque el gozo de Dios es un fin infinito.
Según Santo Tomás: Todas las otras operaciones humanas parecen dirigirse a esto como a su fin. Pues la contemplación perfecta exige que el cuerpo se sustente, y a este efecto se dirigen todos los productos que son necesarios para la vida. Además exige estar libres de los disturbios causados por la pasión, lo que se consigue por medio de las virtudes morales y la prudencia: y estar libres de los disturbios exteriores, fin al que tiende todo el gobierno de la vida civil. Así, pues, si consideramos rectamente la cuestión, veremos que todas las ocupaciones humanas parecen servir a los que contemplan la verdad… Por lo tanto, la felicidad última del hombre consiste únicamente en la contemplación de Dios.
Sin embargo, tal afirmación de la causa final de la vida y de la sociedad humanas es totalmente extraña al espíritu moderno, que considera que la contemplación de Dios es un ideal egoísta y antisocial, acariciado por los que escapan de la realidad al no poder hacer frente a su desafío; tal desafío consiste presumiblemente en comprometerse de tal manera en el mejoramiento moral y físico de la humanidad que a uno no le quede tiempo ni energías para preguntarse adónde conduce ese mejoramiento, y así ser incapaz de juzgar si realmente lo hay.
Pero debiera reconocerse que quien verdaderamente escapa a la realidad, el verdadero oscurantista que pone obstáculos a la realización de la unidad social, es precisamente aquel que no quiere hacer frente a la cuestión del fin verdadero del hombre. Por supuesto, ese tipo de persona no se atreve a enfrentarla. Su filosofía de la vida es tan estrecha y pobre que no puede ver ningún fin más allá de la extinción de las chispas de consciencia en el olvido de la muerte. Huye de la contemplación de esta triste realidad arrojándose en un remolino de agitación y de actividades superficiales. Es como el entusiasta del automovilismo que pierde mucho tiempo desarmando y volviendo a armar su vehículo y nunca va con él a ninguna parte.
Desgraciadamente, cualquier aceptación general del ideal católico como principio de unidad encuentra serios obstáculos en su camino. Los más evidentes son la política y el secularismo de la Iglesia actual, y el hecho de que una gran mayoría de la humanidad encuentra que es imposible creer las doctrinas de la Iglesia tal como se las expresa generalmente. Como veremos, estos obstáculos son sólo las manifestaciones superficiales de cuestiones mucho más profundas. En verdad, son muy pocas las probabilidades de que el mundo moderno, tal como lo conocemos, encuentre alguna vez un principio de unidad. La cultura occidental parece en este momento espiritualmente desintegrada y sin esperanzas de reconstrucción. Tal vez lo mejor que se puede esperar es que finalmente se derrumbe y dé nacimiento a una nueva cultura, de la misma manera que ella tuvo origen en la cultura clásica decadente del Imperio romano.
No obstante, la cuestión del fin verdadero del hombre y del principio de la unidad humana sigue siendo de suprema importancia, si no para la sociedad actual, para otra venidera o, por lo menos, para los individuos que sienten la urgente necesidad de encontrar sentido a la existencia. Como Toynbee y otros lo han señalado, las nuevas culturas pueden comenzar en medio de las viejas, así nuestra época podría ser el momento tanto de una muerte como de una gestación. Y el nacimiento de una nueva cultura de las ruinas de la anterior dependerá del descubrimiento de un principio de unidad. Aunque las consideraciones acerca del futuro son inciertas, sería ideal que existiera en el momento actual algún grupo – que hiciera las veces de núcleo – que profesara algún principio de unidad, alrededor del cual se pudiera formar la nueva sociedad, aun cuando careciera de organización externa. En verdad, esta ausencia de organización externa sería una ventaja, pues así los elementos hostiles de la vieja cultura no podrían identificar y atacar al núcleo. Por otra parte, la falta de organización difícilmente sería obstáculo serio para un núcleo adecuado.
Este no es un sueño utópico, pero tampoco una panacea para todos los males y problemas de la vida del hombre. Han existido ya sociedades en torno a un verdadero principio de unidad y aunque sus miembros han soportado guerras, pestes, hambre y violencia, en común con la totalidad de la raza humana, tenemos las mejores razones para decir que tales sociedades fueron mucho más estables y con más sentido que la nuestra, porque estaban relacionadas con lo universal. Una parte tiene sentido cuando está unida a un todo orgánico mayor que ella misma, y mayor que la suma de sus partes. En la esfera más elevada, tiene sentido lo que se relaciona con lo universal y eterno, lo que encuentra su fin verdadero en la plenitud del Ser infinito. Es significativo – en un sentido negativo – que la filosofía predominante en esta época tan inestable y carente de relaciones niegue o ignore la existencia de todo lo que esté fuera del reino de la contingencia y la relatividad. A pesar de la contradicción que ello implica, no se permite que nada sea absoluto, infinito o eterno, con excepción del relativismo absoluto. Si los filósofos aplicaran su prueba pragmática favorita a tales teorías, la relación de estas con la desintegración de la sociedad los obligaría a pensar de nuevo.
Al hablar de sociedades con un principio de unidad, pensamos en culturas tales como las de India, de la China, de Egipto y – en menor extensión – del cristianismo, Este último es instructivo por su proximidad en el tiempo y el espacio, aunque contiene ciertos elementos peculiares que le niegan la estabilidad de las otras. Tenemos tan poco conocimiento inmediato de la cultura egipcia que sólo podemos mencionarla de paso. De la India y de la China podemos conocer bastante porque todavía son contemporáneas nuestras.
Podemos destacar dos características de estas sociedades. En primer lugar, son lo que podemos llamar cosmológicas, es decir, que existe una armonía consciente y deliberada entre sus instituciones y su arte y ciertos principios universales. Esta armonía es analógica, y según ella el orden social, la dirección de la vida individual, las artes y las ciencias, son adaptaciones en los diversos dominios de lo que se considera el sentido último de la vida y el verdadero fin del hombre. Por ejemplo, el clásico chino conocido como Tao Te King puede ser leído tanto como un manual de metafísica, de filosofía natural, de política o de dirección de la vida personal. No es que en esta obra se encuentren diseminadas referencias a todos estos tópicos, sino que el tratado en su totalidad puede ser leído desde un punto de vista metafísico o político. Podemos citar otro ejemplo: el sistema de castas de la India – muchas veces mal entendido y ahora menospreciado – se basaba en la concepción de que la sociedad posee un orden triple que corresponde por analogía a la constitución interior del hombre – aproximadamente a lo que los cristianos llaman cuerpo, alma y espíritu – y a los tres principios cosmológicos de la inercia (tamas), la actividad (rajas) y el equilibrio (sattva).
Apartándonos de la cuestión de si esas relaciones analógicas tienen alguna realidad objetiva o si son construcciones meramente fantásticas y arbitrarias, las citamos simplemente como ejemplos del hecho de que en algunas de las sociedades más antiguas y estables de la tierra cada esfera de la vida se relacionaba intencionadamente con el sentido último y la naturaleza del universo. El hombre, sus instituciones, su arte, su trabajo, son vistos como un microcosmos inseparablemente ligado al macrocosmos, como parte integral del universo en el que vive. Por el contrario, la presuposición permanente y casi inconsciente del pensamiento occidental moderno – que es en gran parte resultado de las condiciones artificiales de la vida urbana – es que el hombre está en cierto modo aislado de su universo, y puede analizarlo y criticarlo como si el resultado de sus juicios no se reflejara en su propia naturaleza. Así el filósofo puede afirmar que el universo carece de todo sentido objetivo, aparentemente sin darse cuenta del hecho de que su misma idea – como parte del universo – debe también carecer de sentido.
La segunda característica de estas sociedades es que son tradicionales. El desarrollo – si se puede usar esta palabra – de la filosofía, las artes y las ciencias no se puede explicar satisfactoriamente por medio del método histórico, como si implicara alguna progresión. En primer lugar, no hay ninguna información precisa acerca del origen de sus principales escrituras sagradas. Tenemos buenas razones para creer que fueron transmitidas oralmente durante un período de longitud indeterminable, antes de que fueran fijadas por escrito, como también para suponer que los nombres de sus autores no corresponden a personajes históricos. En efecto, su paternidad literaria es tan anónima como la de los grandes mitos del mundo. Es característico de la actitud tradicional no respetar ninguna doctrina que sea proclamada como la obra original de un individuo humano; tal demanda arrojaría dudas sobre su verdad. La esencia de este tipo de doctrina es su universalidad, y un individuo no soñaría en pretenderla como propia, como no lo haría con el sol o la ley de gravedad. Por eso se atribuye su origen a dioses o semidioses. En la tradición Judeocristiana se ha seguido una práctica similar. El Pentateuco no es obra de Moisés, ni los Proverbios lo son de Salomón, ni el Libro de Enoc obra de Enoc, ni la Teología Mystica fue escrita por Dionisio el Areopagita. En la atribución de paternidad a estas obras no está implícito ningún engaño o falsificación deliberada, sino más bien una honesta renuncia a la originalidad, en la creencia de que estos temas han sido recibidos por la tradición o revelados por la inspiración.
Lo mismo ocurre en general con las artes y las ciencias, pues se basan en principios universales. Son consideradas obra de la naturaleza antes que del hombre, cuerpos de conocimiento que no pertenecen a ninguno en particular. La idea de innovación repugna al espíritu tradicional, y se considera que lo que puede parecer nuevo no es nada más que la realización de lo que existía desde el principio. No se considera como perfeccionamiento lo que parece ser el resultado de una evolución, sino más bien como variaciones sobre un tema, modos diferentes e igualmente válidos, en que un principio tradicional puede manifestarse. La nota esencial de las sociedades tradicionales es, pues, la de que los individuos no reclaman como propia ninguna verdad universal o su aplicación. Las consideran eternas y, por lo tanto, como cosas que cualquiera puede descubrir en cualquier momento. Se libran del embarazo de los modernos que anuncian la invención de una teoría grande y nueva, para encontrar posteriormente que ella fue discutida miles de años antes.
Se deduce entonces que las sociedades tradicionales asignan poca importancia al estudio de la historia, pues ellas entienden la tradición no a la manera occidental, como algo trasmitido desde el pasado, sino como la transmisión de los principios del reino de lo eterno al reino de lo temporal. La tradición que penetra en el pasado es simplemente algo análogo a esto, y como tal su historia presente es de poca importancia. Además su carácter relativamente constante y estable – unido a una piadosa ausencia de periódicos y de rápidas comunicaciones – explica que no haya mucha historia significativa que registrar. Salvo algunos pocos prodigios y disturbios aislados de naturaleza suficientemente sensacional como para distinguirlos de otros, cada año y cada siglo se parecen mucho al anterior y al siguiente.
Es interesante señalar que el espíritu occidental se horroriza ante la estabilidad y aparente monotonía de este modo de existencia antihistórico. El occidental considera estática a una cultura de este tipo, en contraste con su propia cultura dinámica. El sentido de la monotonía es el resultado de un uso inadecuado de la memoria y de la comparación continua del presente con el pasado, comparación a la que tiende el hombre occidental por su egotismo, por su prurito de ser más perfecto que todas las generaciones anteriores de la humanidad. Aun una ligera apreciación de las realidades eternas hace que los hombres vivan principalmente en el presente, y de este modo aumenten su capacidad para observar y comprender la vida como realmente transcurre ante ellos. Decir que esta vida no es dinámica, es decir que el sol, la luna y las estrellas, los océanos y los ríos, todo el reino de la naturaleza, no son dinámicos simplemente porque siguen las mismas normas de movimiento – aunque con innumerables variaciones sutiles – durante milenios. Hay una diferencia enorme entre el dinamismo verdadero y la mera agitación, la que es movimiento inconsistente en busca de la mera novedad y que es, en gran parte, el resultado de un sistema nervioso sobreexcitado.
En la misma línea de pensamiento, se hace cada vez más evidente que la supuesta superioridad de la sociedad occidental progresista sobre las sociedades estancadas del Oriente es bastante dudosa. Nuestro progreso ha sido casi exclusivamente técnico, lo que significa que podemos manejar el mundo físico con más sensacionalismo para ganar velocidad, espacio, y posibilidades de mejorar la existencia material, sin tener ninguna idea clara de lo que habremos de hacer con el tiempo que ganamos y las capacidades que adquirimos. Hemos multiplicado los libros y extendido las informaciones en una medida inigualable en la historia; pero la mera información, el mero conocimiento de los hechos, es infinitamente divisible y puede aumentarse por análisis sin que haya ningún aumento importante ni en calidad, ni en extensión real.
En suma, se ha vuelto tan lastimosamente fácil señalar la falacia del progreso moderno, considerando la invención de la bomba atómica y el surgimiento del nazismo en una de las naciones más cultas de Europa, que no sería necesario insistir en este punto. Tampoco viene al caso comentar la contaminación ambiental, el efecto invernadero, el agujero en la capa de ozono, la tala indiscriminada de árboles en los bosques lluviosos del trópico, pulmones de la humanidad. Son temas comentados hasta el cansancio en los medios de comunicación, sin que nadie parezca hacer algo al respecto.
Apenas puede existir la menor duda de que, al seguir el camino que ha tomado el resultado final de la conquista de la naturaleza, el progreso científico y el imperialismo cultural del hombre de Occidente será un estado último peor que el primero, peor que la supuesta barbarie con que comenzó la historia de Europa. Las condiciones actuales de la civilización occidental amenazan al mundo con peligros que pesan mucho más que sus realizaciones y beneficios. Es sorprendente e impactante – por decir lo menos – la absoluta seguridad que tiene el hombre occidental de su superioridad espiritual y cultural, si consideramos que nuestro modo de vida parece conducirnos a un desastre a nivel planetario.
Alan W. Watts
Extractado por Pablo Véliz de
Alan W. Watts.- La Suprema Identidad

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